viernes, 1 de febrero de 2008

Carta a doña Amalia


Como ya conocen los oyentes habituales de este programa, doña Amalia, esposa de don Amancio Vespertino, el antólogo de la literatura murciana relegada al ostracismo, exigió de este licenciado la presentación de un documento de disculpa, en forma de carta, de la que debía dar cuenta pública en el primer programa del año. Esta petición firme se debe al menoscabo de su honor que doña Amalia aprecia en algunas de las reseñas biográficas, especialmente de las pocas escritoras de las que hemos dado cuenta, que ponían en relación más que literaria a las susodichas con don Amancio. El no cumplimiento de esta demanda conllevaría, me informó doña Amalia, la negativa al acceso al archivo de don Amancio y a los extraordinarios documentos que allí se recogen.

Pues bien. Este licenciado ha decidido hacer público lo siguiente:

1· Que ningún estudioso digno puede dejar de lado las informaciones que a sus manos llegan, de modo que no es ilícito sino conveniente dar cuenta de los datos que en los documentos se recogen. No tiene derecho doña Amalia, por muy consorte de don Amancio, a negar al público general el conocimiento del legado de don Amancio. Si ella interpreta como algo más que pasión literaria la pasión que entre don Amancio y sus antologazas alguna pieza trasluce, allá doña Amalia. Que inquietudes forja la pasión y también ella las conoce. No me haga hablar aquí de sus cruces con Palmiro y sus dulces reyertas, dice ella que literarias, con Luis Seoane. Si hubo más que letras entre don Amancio y niña Beatriz, si alguna aliteración fue más sonora con Ginesa de la Zaga, si alguna metátesis se hizo carne con Lorena del Mar, son cuitas que no competen a estos licenciados, más allá de su reflejo literario. Pida desmentidos usted a los programas del corazón, que aquí no estamos para esas brevas.

2· Y al chantaje vamos. Quédese usted con sus archivos si esa es su voluntad, pero sepa bien que no fue la de don Amancio. Y documento escrito tengo de ello, y de su mano ahora lo tengo en mi mano. La cultura murciana y la de la nación toda en cuenta se lo tendrá. Pero guárdese de seguir por los derroteros q ue ahora va. Deje de encargar libelos contra este programa y contra este licenciado, en particular. Deje de enviar correos por eso que usted llama linternet a la dirección de la cadena y del programa. Y sobre todo, deje usted de propalar el infundió de que es falsa esta antología, de que usted no se desposo con don Amancio, de que jamás lo conoció. Deje usted de negar la existencia del archivo y, sobre todo, no lo destruya. La podría comprender. Destruye usted las pruebas de la pasión desviada de don Amancio hacia otras pieles, bien, pero nada gana con ello. Y en fin, le ruego que retire ese blog que ha abierto en el que intenta desprestigiarnos con relatos infundados sobre nuestros avatares biográficos. Nada mermara nuestro trabajo, a don Amancio y su legado nos debemos. Váyase usted con sus monsergas a la….. tienda.

miércoles, 16 de enero de 2008

EL CREPÚSCULO

No todos comulgan siempre con quienes tienen que comulgar y no siempre este acto se desarrolla en los mismos escenarios.

Los oyentes que nos han seguido a lo largo ya de casi dos años, en realidad se han podido hacer una imagen equivocada de este hijo pródigo de Corvera. Alto, vetusto, de noble presencia, nos comentaban el otro día algunos oyentes que se lo imaginaban; otros, en el simposium que sobre la obra de don Amancio impartimos en el Ateneo de Tabernas los licenciados Lorente, López y yo, se lo imaginaban de complexión recia, de palabra terruña, pese a las vestiduras académicas. Ni unos ni otros tenían razón.

Sin embargo, la imagen externa es lo menos importante, pero imagínense que si en esos aspectos ya hay posturas tan dispares, qué no sucederá en lo tocante al alma.

La radio, las disputas entre los licenciados que nos dedicamos a su obra, las palabras estudiadas de este guión, todos estos elementos, contribuyen a dar una imagen que no siempre ha sido la más atinada, la más veraz, aunque siempre haya tendido a ser la más verosímil, porque no deben de olvidar que los tres estudiosos de la obra, al margen de ser profesores de “esto de la letra”, los tres, además, escribimos y es posible que de una forma involuntaria dejemos prevalecer nuestra impronta creativa al compromiso con la verdad.

En Corvera, en el pueblo de don Amancio Vespertino, no todos tienen de él la misma consideración. ¿Hijo pródigo?, decíamos antes, pues no siempre. Al preguntar por el pueblo me encontré con una desagradable sorpresa. En los años setenta se extendió por la pedanía un chascarrillo que venía a decir, variando el conocido refrán, “No por mucho madrugar, amanece vespertino”. La siesta fue sin duda una de sus aficiones preferidas, y la cama, pero la cama desprovista de toda connotación sexual, aunque doña Amalia se empeñe en lo contrario. A tal punto llegó esta afición, este pequeño pecado, que en el pueblo se hizo conocida para su desgracia, en unos años en los que ser señorito ya no estaba bien visto del todo.

“A quien madruga, Vespertino no le ayuda”, era otra de las frases de cuño popular que posiblemente en más de una ocasión tuvo que escuchar nuestro erudito o “La cara es el libro en el que se lee el alma” que quedó algo así como “La cama es el lugar en el que vespertino lee con el pijama”, algo más rebuscada y de sabor más literario.

Tampoco en el mundo más serio de las letras encontró el reconocimiento que siempre anheló. “El cisternero”, como empezó a ser conocido, ya que se desplazaba a la ciudad, en multitud de ocasiones, en el camión cisterna que traía agua a Corvera hasta hace no poco, era objeto de mofa por parte de los académicos de la ciudad que nunca quisieron ver en él a un igual.

Amancio Vespertino, sin embargo, con sus luces y sus sombras, ha sido el objeto de nuestro estudio, también, por qué no decirlo, objeto de nuestra pasión. Tal vez por eso pido a los oyentes que sepan disculpar aquellos excesos en los que donde dice “vago” decimos “abnegado trabajador” o donde aparecen sus debilidades las convertimos en virtudes cotidianas, en pequeñas licencias. Ya saben que las cosas dependen del cristal con que se miren y que nunca es vespertino si la dicha es buena.


Por el licenciado Aguilar

jueves, 29 de noviembre de 2007

CANDELA-BEATRIZ

CANDELA, BAJO LAS NIEVES DEL MONTE FUJI

Candela nunca estuvo en Japón. El único contacto que tuvo con la cultura oriental era la estampación de motivos nipones -una rama de cerezo en flor, el monte Fuji coronado por las nieves- que adornaban el papel de leja de la casa en la que servía.

En vida nunca se le conoció vocación literaria. No escribió en presencia de don Amancio, si exceptuamos una vez que tuvo que garabatear, con cierta dificultad, la dirección de unos familiares lejanos a los que deseaba mandarles recado de que don Ramón padre había fallecido en la víspera y que de ahí en ocho años comenzaba uno de los lutos más rigurosos que se recuerda en el pueblo de Valladolises. A partir de entonces, no sólo no escribió nada más, si exceptuamos una lista de haberes y deberes que se conversa prendida al travesaño de la techumbre que cubría su habitación junto a las bestias, sino que dejó de hablar y empezó a comunicarse con una especie de gruñid

os, mitigados por el dolor, que don Amancio y su esposa Amalia, entendedores del trance por el que ésta pasaba, entendían como un sí o como un no, según las circunstancias y la conveniencia.

Sin embargo, al revisar los cuadernos de don Amancio, en concreto el penúltimo, que es en realidad no un cuaderno propiamente dicho sino una recolección de hojas sueltas sencillamente encuadernadas con la habilidad de un talabartero, allí aparecen con una caligrafía infantil, redondeada -no obstante- con cierto primor, frases aparentemente sueltas, azarosamente dispuestas en los márgenes de las páginas que ocupan otros escr

itos ennoblecidos de alguna forma por la letra impresa de la corona portátil con la que escribía don Amancio.

Fue precisamente su viuda, doña Amalia, en el escrutinio de los papeles del antólogo que siguió a su muerte, la que leyó por primera vez en voz alta aquellas frases que hilvanadas cobraban un nuevo sentido. “Tonterías de Candelica, dijo, cositas que escribió en los cuadernos la nieta de nuestra asistenta”. Pero al indagar con la discreción que nos caracteriza sobre el paradero de Candelita, nos encontramos con una adolescente enmarañada en el mundo intelectual de la Vale y el Super pop que no supo a lo largo de la conversación que ni remotamente de qué hablábamos.

Fue Candela, la hacendosa, la que en esas hojas sueltas que tiraba don Amancio a la papelera para recogerlas arrepentido al día siguiente y alisarlas con la plancha bajo un paño de lino, fue ella la que escribió unos hermosos versos a medio camino entre el haikú y el repentismo. Así hoy junto a los poemas de otros que el tiempo ha justamente olvidado quedan estas palabras, estas exaltaciones líricas, como unas glosas silenses del siglo XX, que muestran la emotividad de un ser anónimo que nunca quiso ser lo que fue, una voz entre los ecos.

Como muestra, y como final de esta semblanza, he escogido el siguiente texto que ilustra perfectamente la habilidad innata de Candela para la intensidad:

Se desliza la plancha
Sobre los campos de algodón de unas camisas.
Primavera se acerca.

Por el licenciado Aguilar.


_______________________

BEATRICE


Este licenciado quiere hacer constar, en primer lugar, que ha roto relaciones con doña Amalia y que, de ahora en adelante, no dispone de otras fuentes que unos pocos legajos manuscritos y el aliento con el que su maltrecha memoria pueda adornarlos. No se trata de dar razón aquí de la discordia qu

e ha surgido entre la mujer de don Amancio y un servidor, tanto más cuanto ella vive y yo no puedo sino estarle agradecido por haberme permitido hurgar entre los papeles de su marido durante todo este período.

Sin entrar en más detalles, diré que ha sido Beatrice la causante de esta situación. Beatrice es la hija de la señorita Luna, para quien Candela lavaba, plisaba faldas, zurcía medias y bordaba enaguas. Beatrice. Beatrice era la niña en la sombra, la devoción de doña Amalia, su protegida. Doña Amalia se quería su mentora literaria y siempre la mantuvo lejos de don Amancio, a quien ocultó todos los escritos de la chiquilla, qu

e apuntaban desde muy pequeña ya muy buenos detalles. Pero Beatrice, llegada la edad adolescente, renegó de doña Amalia y se dejó querer por don Amancio, más que por ver alentados sus primores literarios, con la idea de que don Amancio le presentará al director de Radio Juventud de Cartagena y le abriera las puertas a una carrera radiofónica en aquella emisora.

Para la sensibilidad poética ya estaba Ca

ndela, con quien la niña Beatrice había compartido juegos, y ya de mayor, a sus hermosos diecisiete, ciertas confidencias de mujer a mujer. Ella quería la radio. Así, Beatrice pasaba las horas escuchando las entradillas de los programas culturales, los que más le gustaban; esperaba luego con ansiedad la presentación del personaje de la entrevista del día, disfrutaba el juego de preguntas y contrapreguntas, y lo más, pero lo más, la frase con que el locutor-presentador despedía al entrevistado y luego, con aquella música de fondo, el programa todo, "y hasta la semana que viene".

Luego se matriculó en periodismo y en tre

s filologías, trabajó en la Radio Juventud de sus amores y afinó hasta el extremo la redacción de entradillas, al punto de que algunas de ellas forman parte ya del acerbo fraseológico de la radio. "Hoy les ofreceremos un programa muy especial", "hoy tenemos con nosotros a la flor y nata de la cultura murciana", "Un personaje que no necesita presentación", "pronto darán las diez", "nuestros queridos oyentes", "a continuación las horarias, todas las noticias, y luego volvemos" o "tras la publicidad, tendremos con nosotros a…" son remedios radiofónicos de su creación. No planchó algodones para la primavera, pero cada minuto de radio de que dispuso la hizo feliz. Soltera de por vida, pero feliz.

Y perdóneme, doña Amalia, perdóneme.


El licenciado Lorente



domingo, 25 de noviembre de 2007

HILARIA MARTÍNEZ DE LA OCA


Aparece Hilaria en el centro de la foto junto a su madre y sus hermanos mayores Paquita y Luis, si damos crédito al testimonio de Enrique Humanes, que rondó a la joven a los diez años hasta que su madre se deshizo de él con males artes ya que era sustancialmente pobre.
Hilaria quiso escribir y lo consiguió. Durante diez años la sección de libros regionales de El Corte Inglés estuvo abarrotada con su obra. Tantos títulos en tan poco tiempo que supusieron, al final y, por qué no decirlo, también al inicio, una debacle en sus aspiraciones.


Vecina de Puente Tocinos, casó joven con un hombre de posibles, el constructor Macías Hidalgo, que la mantuvo y veló por los caprichos de la moza, con la única exigencia de que viviera para él. Esta petición, nimia al principio, esta promesa de enamorados cargada de hipérbole y de metáfora, se convirtió en una carga difícil de soportar con el paso del tiempo.

Al principio la joven Hilaria aceptaba de buen grado los dones de su nuevo estatus social y recompensaba a su esposo con la dedicación propia de una esposa. Frecuentaba, no obstante, las tiendas de moda más renombradas, los sastres más puntillosos y las peluquerías más chic de la ciudad. Pero a cambio debía estar en casa a las siete, atender a su esposo, criar a los hijos, atender el teléfono y visitar a sus suegros un día sí un día no, cosas que por otro lado no estaban mal si no hubiera sido porque Hilaria quería ser otra cosa. Hilaria quería escribir. Tales ínfulas de escritora las había guardado en silencio, quizás por culpabilidad, ya que siempre las asoció a su primer amor, Palmiro García, del que ya dimos noticia aquí, al que conoció y amó a la tierna edad de los catorce años.Después de su primera crisis de ansiedad, el esposo conoció la oculta vocación de su compañera y se dispuso a satisfacerla. El primer libro editado por MH editores (es decir, por la editorial que para tal efecto creó el marido, Macías Hidalgo) apenas constaba de cincuenta páginas con poemas arromanzados, que recogían la tradición más popular que Hilaria había aprendido de la gente de la huerta. Todos los poemas estaban dedicados a personas conocidas. Su segundo libro, publicado tan solo cuatro meses después, ya inicia un proyecto más serio, un proyecto que consistía en escribir un libro dedicado desde su inicio a uno de sus seres queridos, así hasta completar la nómina de catorce que contabilizó entre padres, suegros, hermanos, marido e hijos. Y tal empeño puso en la empresa que al cabo de un año y cinco meses había concluido y editado el último de ellos. A partir de ahí continuó con misceláneas, libros de citas, de rezos, de canciones para recitar mientras se hacen las labores, etc. Hasta un total de 92 libros en diez años.

Esta proliferación tuvo sus consecuencias negativas. No consiguió una crítica favorable en un mundo donde la publicación ingente de obra va acompañada del descrédito. La prensa especializada empezó por tildarla primero de una Vázquez-Figueroa, después de una Corín Tellado e incluso finalmente, en varias críticas inéditas ya que la aparición del nuevo libro las hacía carentes de actualidad, de un nuevo Lafuente Estafanía.

Podríamos pensar que con esta producción sería fácil encontrar hoy día algún ejemplar de sus obras. Todo lo contrario. Debido a esta hecatombe crítica, a esta saturación de los anaqueles de las librerías sin respuesta del mundo literario, Hilaria Martínez entró en la segunda crisis de ansiedad que se le conoce en vida. Su marido reúne el dinero que le queda y contrata a una serie de detectives y usureros que se dedican durante varios año a recuperar cada uno de los ejemplares de su esposa. Esta labor exige unos esfuerzos que acaban dejando maltrecha la economía de la familia. Después eliminaron los encartes, las invitaciones a las presentaciones de los libros, las dos o tres reseñas en las páginas de sociedad, hasta que finalmente, Hilaria Martínez dejó de ser escritora, dejó de existir para un mundo que tampoco la quiso. Extrema en todo vivió hasta los setenta años. Murió en silencio, tal y como vivió después de apostatar del mundo de las letras.

Los licenciados Aguilar y Lorente.
_______________________________

LA OTRA CARA DE HILARIA MARTÍNEZ DE LA OCA


De
tal forma le insiste su padre, allá en su primera juventud de los años sesenta, que si aprende a mecanografiar tendrá un futuro, que ella se formará la idea de que, a más escribir, más futuro. Pronto, incluso, lo hará a mano, como el niño que se lanza a caminar sin andador. Una profesora, algo cursi, le celebra sus “Cien sonetos dedicados a la rosa”, y termina de alentarla en sus propósitos grafómanos. Así concluye pronto “Quinientos tercetos a la margarita” y aun “Mil décimas al jazmín”.

Un hombre algo mayor que ella, nada versado en poesía, se emociona sin embargo, embargado por sus versos: quizás porque es exportador de flores. Se casan y la lírica emoción pronto deviene para él aburrimiento, quizás cuando ella empieza a emitir interjecciones rimadas en los momentos íntimos.

Cuando, en su primer recital público, declama:

¡Que gira, que gira
la flor que no te mira!
¿Cómo huele?
¡Como suele!

se registran entre el público tres paros cardíacos, cinco ataques epilépticos y ocho gastroenteritis súbitas; pero ella continúa impertérrita:


Porque el gladiolo es rojo
y el jazmín es blanco,
yo ya no me enojo,
que enojos no quiero,
si te haces conmigo el manco,
mi buen Jardinero.


Sus últimos biógrafos citan estos últimos versos para aducir problemas en su matrimonio. Por esta época, empero, unos estudiantes bromistas reordenan algunos de sus versos de forma caótica, con el procedimiento del cut-up o recorta y pega, y el resultado lo cuelan como de vanguardia en una revista universitaria. Nuestro antólogo Don Amancio Vespertino pica, después de sortear los clásicos resquemores que su señora doña Amalia suele mostrar cuando aparece una poeta o poetisa a la que antologar –máxime si es notorio que el matrimonio de la poeta hace aguas de la peor forma. Al poema irracional y manipulado acompaña una breve reseña biográfica, esta sí real, y merced a esa mezcla, y a pesar a ciertas reticencias de la inteligentzsia murciana, nuestra autora es aupada a la calidad de legendaria, sobre todo por parte del incipiente movimiento punk de la ciudad, en concreto del sector más leído de los de las cresta y el imperdibles, que la proclama como la mejor vate viva.

He aquí un ejemplo de su poema manipulado hacia la vanguardia.

Si de mi la estrella la espina caracoles hete
Que en los campos el fango al salir troncha y mete

Mientras su vida real se va tornando un progresivo infierno ante las cada vez más notorias y numerosas infidelidades del exportador, ella se concentra de forma obsesiva en la escritura: pronto culmina cien extensos libros de poemas. El marido crea gustoso un sello editorial ex profeso para ellos: la absorbente labor lírica de Hilaria le deja vía libre para sus aventuras extramatrimoniales. Sólo en algunos de estos versos nuestra autora deja aflorar los amargores que no tan en privado le causa su pareja:


Mi corazón es un velcro
desgastado de sufrir
tus idas y venidas,
últimamente, más bien,
las idas… de tus amantes
y tus escasas venidas.

También compone su primer diálogo dramático para niños, de título: “Abejita, ¿por qué gritas? Grito yo, que “m´as picao”. Y es que, ante el cansancio de la grey avant-garde, prueba con auditorios infantiles. En tres colegios públicos sucesivos, los chiquillos acaban llorando tras dos horas seguidas de recitado.


Cansada ella también, pero de la temática floral tan sólo, prueba con la entomología. Pero con la entomología aún, ay, lírica. Sus libros siguen reproduciéndose por centenares: la mala conciencia del marido permite que los estantes de las grandes superficies comerciales se vean inundados por la producción de Hilaria.

Hormiguita, tienen tus pasitos
a mi ojos ahítos.

Y, reflejando su depauperada vida íntima con imágenes infrecuentes en sus versos (y para algunos, incluso, obscenas, tesis de escaso crédito a nuestro juicio cuando estos mismos críticos enjuician también de explicitud sexual versos como los ya citados de “Mi corazón es un velcro”):

Qué prodigio, saltamontes,
son tus ancas con que brincas
y tus muslos, qué feroces
cuando al sol brillan.

¡Salta el monte al relente
pero no tanto el llano
y en el valle detente
aunque sea por un rato!

En este punto, y a a la altura de los años ochenta, Green Peace decide intervenir ante el titánico gasto de papel de nuestra autora con boicots a recitales y en puestos de venta, aunque la temática de sus versos, el mundo vegetal primero y después el de los insectos, divide a la organización. ¿Enemiga o aliada? El debate se extiende y genera una controversia nacional. En algunas pancartas puede leerse:

“No los quemaremos porque queda bastante feo.
Pero, ¿qué hacemos con tanto papeleo”.


Las manifestaciones se suceden junto a montañas ingentes de libros, pues nuestra autora ya había dado a la sazón y a la imprenta más de mil títulos. Una nueva palabra deviene mágica y redentora para el caso: reciclaje. Arquitectos proponen dúplex, casas unifamiliares y urbanizaciones-colmena en la costa para sajones jubilados con libros como sillares. Amén de, interioristas, muebles, y cortinas con papel de versos; con ídem modelos los diseñadores…

Ante la incontestable celebridad del caso el marido, también notorio e incontestable infiel, decide romper con todas sus amantes y construir un monasterio apartado, cerca de Puente Tocinos, para recluirse con su mujer. Él, en penitencia, lee uno a uno los más de mil libros de su esposa y promete aprendérselos de memoria. Morirá pronto de un colapso nervioso. Ella aún vive, considerada por muchos la Santa Teresa de la Nueva Era, o de la Era en que al Fin Imperará lo Cursi como Forma y Medio para Redimir al Mundo. Sigue abierto el debate de qué hacer con sus libros: muchos se reciclan en secreto y se revalorizan acto seguido, creándose todo un mercado negro en derredor. Sus fanáticos, empero, los atesoran como si se tratase de palabra revelada.


¿Cómo estas lágrimas reciclar
y que mi dolor haga generar
tu sonrisa, si no tu carcajada,
mientras mis libros, a horcajadas
siguen de los estantes comerciales,
ignorados por las gentes principales,
que es decir y escucha, pues no miento:
aquellos a quienes la poesía les importa un pimiento?

Este último verso inaugura su tercera y última etapa, denominada por sus más capaces estudiosos como “definitiva”, “verdadera” o “suficiente”, en la que compone sin escribir, tan sólo en su cabeza, y obsesionada por inundar su hortus conclusus de plantaciones de hortalizas. Todas las noches realiza lo que paparazzis apostados en el exterior, vigilantes con sus teleobjetivos, y catedráticos y exégetas, apostados en sus despachos y vigilantes de sus volúmenes de Quintiliano y Dioscórides, denominan “ritual de los rábanos”: Hilaria los tritura con saña mientras invoca una y otra vez, entre versículos incomprensibles y, mucho nos tememos, ya dementes, el nombre de su fenecido marido.


Por el Licenciado López


jueves, 1 de noviembre de 2007

PALMIRO GARCÍA

DEDICATORIAS...

A los doce años, Palmiro tomó la determinación de ser escritor, pero no lo fue. De antes, de unos años antes, se cuenta la anécdota del niño diciendo, a quien lo escuchara, que de mayor quería ser, y en ese instante engolaba la voz, “ingeniero” y “poeta”. Como si de un binomio fantástico de Gilberto Sánchez, se tratase. La verdad es que nunca supo suscitar la atención de los otros. Su obra obviamente tampoco. Ni de pequeño, ni de joven, ni aún de adulto.

Tenía todo lo necesario, orientó su vida –como aconseja Rilke en sus Cartas a un joven poeta- para ser escritor: frecuentaba tertulias, recitales, saraos literarios, a veces en busca de una cena frugal pero gratis, otras con la intención de conocer a algún editor, o a algún escritor de quien copiar ademanes, tics o expresiones que sin duda revelarían la verdadera naturaleza del artista. De esa época de efervescencia “literaria” –entrecomillamos- viene su impostura de afirmar que sufría un trastorno bipolar, que sólo él -el trastorno- en sí mismo, justificaba con creces sus grandes dotes para la mentira artística y mágica de la creación sin ambages.
Antonio Machado, poeta al que
admiró profundamente Palmiro.

Que lo único que conservó don Amancio de Palmiro García fuesen unas cuatro libretas moneskine negras llenas de garabatos, se explica desde esa obsesión por el mundo circundante de los escritores. Cuatro libretas donde no hay ni un solo texto literario, pero llenas, a veces con ternura, otras con una maldad propia sólo de los tontos, de infinidad de dedicatorias. Quien lo conoció sabe que intentó escribir, pero que sólo llegó a esbozar estas líneas.
Don Amancio en su bondad de crítico piadoso quiso creer y creyó en estas palabras con una fe literaria, hasta el punto de que preparó para su antología algunos de los textos que Palmiro escribe pensando en los futuros destinatarios de sus libros, como el que prepara para su amigo Diego Morales, profesor de francés, al que le espeta: “Querido y buen amigo, que estas líneas no se adelgacen en el futuro, que por el contrario sigan como tú”. Parece ser que el señor Morales, algo tendente al sobrepeso, pero de figura esbelta y saludable, le retiró el saludo cuando se le refirió estas alusiones, de alguna manera insidiosas, hacia su persona. O esas líneas que prepara para lo que podría haber sido su primer libro de poemas (de haberlo escrito) y que tienen como destinataria a su querida esposa en el día de su cumpleaños: “Estas palabras nacen de ti, pero obviamente te sobrepasarán. Piensa en Ronsard, tú mi Elena, algo ya encorvada leyendo mis poemas”. No creemos ni que la rima interna sea fortuita ni que a su señora le hiciese gracia la alusión al poeta de la Pléyade, aunque sí sabemos que terminó solo tal vez como resultado de su extraña dedicación.

Así continúan sus cuadernos. Frases como “Que encontréis en estas páginas la belleza que no conocéis”, “Amigos mío, afortunados” o “Ejemplos y faro de mis letras” que prepara para un grupo de conocidos como futura dedicatoria del libro futurible de semblanzas Chulas y proxenetas.

Cosas así, que pudieron disculparle y que le disculparon, efectivamente, con el silencio justo que pone a cada uno en su sitio.



El licenciado Aguilar

_______________________________

ORÍGENES...

PALMIRO GARCÍA nace en el seno de una familia dividida: si su madre es forofa furibunda del Betis, su padre, no menos furibundo, lo es del Barça. Si asisten con el pequeño a algún partido en la ciudad condal, mientras el padre jalea y grita ella hace ganchillo impasible y responde a los goles azulgranas con gesto de desprecio mientras sigue su labor. En la capital hispalense, mientras ella se desgañita, el ganchillo, el desprecio y etcétera lo hace el marido. Aunque la practiquen de espaldas el uno al otro, es su única labor común: se conocieron en un curso de la Universidad Popular de su pueblo. Un curso de ganchillo.

Una tarde, intentando alcanzar una caja de galletas y encaramándose con dificultad a un armario de la cocina, a Palmiro se le viene encima un enorme canastillo situado en precario equilibrio en la parte más alta; el chico es sepultado bajo toneladas de tapetes, cortinillas de encaje y una larguísima variedad de ropa interior, toda de ganchillo y toda similarmente incómoda por lo que pica en contacto con la delicada piel a la que está destinada cubrir: una de las prendas que de forma más frecuente se preparan y regalan los cónyuges el uno a el otro.

En estado de shock, nuestro poeta atraviesa un macabro sueño avanzando por un túnel constituido por un enorme tejido de hilos blancos, telaraña inmensa, siniestra por la densidad que alcanzan en ella los pespuntes del ganchillo, clastrofóbica por su escaso diámetro. Pronto ve una luz que le guía a un previsible final, y la luz consiste en una visión que le perturba: en un tranquilo huerto y bajo profusión de palmeras ve a sus padres muy jóvenes; se abrazan dejando olvidados a sus pies, cerca de sus cuerpos yacentes, en la hierba y a la sombra de las palmas, bolillos, largas agujas, carretes de hilo y otros enseres para hilar. Palmiro aparta los ojos ante el inédito espectáculo y la progresiva torridez de la escena: comprende que ha regresado al pasado y presencia el momento previo a su concepción.

Los sopapos de la madre y el vinagre del padre lo traen de vuelta a la cocina. Pero él ha traído a la luz de lo normal y el día una visión trascendente: ha viajado al más allá para traer consigo, así lo considera, la clave para salvar el amor entre sus padres. Esa noche confirma la teoría de su misión al levantarse de la cama para ir al baño: desde el pasillo ve que pasan por televisor una película de ciencia-ficción con fama de abstracta e incomprensible. Sus padres se hallan uno a cada lado de la sala, como acostumbran: lo más lejos posible el uno del otro. Ella en su mecedora pegada al hueco de la escalera descendente, al fondo oeste del salón: un meneo con algo más de arco en el trasto móvil heredado de alguna abuela la precipitaría escalones abajo hasta el sótano. El padre, encaramado a la ventana que da al oriente y con medio cuerpo fuera, exhala hacia la calle el humo de uno de esos cigarrillos que ella detesta.

Entonces ve Palmiro una de las escenas finales de la película 2001: un niño fetal orbitando en torno a la nada, el mismo vacío, piensa por ejemplo, que separa a sus padres. Identificado con ese muñeco cabezón fruto de los efectos especiales, entiende que la clave de salvación del vacío es él mismo.

Como fuera de esa escena reveladora el resto del film es incomprensible, decide practicar un género igualmente incomprensible, pero que el confía terapéutico para sus progenitores: la poesía. Escribe trescientos sonetos absurdos e imposibles. El estupor de sus padres, que por otra parte no habían pasado, en sus lecturas, del Pronto (y sólo cuando regalaban pegatinas de V), los lleva con el crío y sus folios a la consulta del psiquiatra. El facultado, a la sazón admirador de la tradición lírica neoclásica, ante el despropósito lírico sugiere internamiento.

En su confinamiento, Palmiro contempla un día un partido de fútbol que acaba antes de la primera parte con el personal del centro y los enfermos envueltos en una descomunal trifulca. Entiende el suceso como segunda revelación: entretejiendo metáforas e hilando versos salvará aquello que su propia casa o la pista de deportes del psiquiátrico metaforizan a la perfección: el mundo.

Para aprender las artes poéticas cursa por correspondencia estudios de ingeniería, pues quiere para su proyecto mecanismos de ciencias experimentales y prácticas que actúen sobre el mundo. Los mecanismos en rigor líricos decide aprenderlos en tertulias, recitales y demás saraos de una vida literaria sobre la que he leído en gastados volúmenes decimonónicos conservados en la biblioteca del sanatorio.

Una vez es licenciado en su carrera universitaria y licenciado también, al poco tiempo, en cordura, se encamina al abordaje de cafeterías y todos aquellos lugares donde sospecha pudiera esconderse el numen creativo. Los testimonios en esta época de su vida son confusos, pero parece que una vez, emocionado al encontrar al fin un bar que parece de artistas tras deambular por innumerables garitos de macarreo y modernez o de ambas cosas, decide convertirlo en vivienda propia. Algunas personas que le han cogido cariño intentan que deponga su actitud mientras la policía viene en camino para desalojarlo de la habitación de las bombonas de gas para los grifos de cerveza.

Años más tarde lo encontraremos mal casado y con amigos dudosos, ha engordado veinte kilos y escrito miles de versos que nadie ha escuchado o leído. Convencido por su entorno de que no debe salvar al mundo sino más bien tomarse las cosas, en general, con más humor, parece que se da un giro de timón en su producción: terco en sus propósitos redentores, cifra ahora en el choteo y el chascarrillo su piedra filosofal. Transmutación, sí, pero ¿salvación?

Las muestras de dicho cambio coinciden en mis investigaciones con las aportadas por mis compañeros como maldades; yo debo decir que no son más que torpes balbuceos de su recién estrenado sentido del humor, o lo que Palmiro entendía por éste. Mas dichas muestras decrecen con el tiempo, al igual que la salud de su mujer, que no estaba para chistes malos. En sus últimos días, viudo y ya de vuelta en su pueblo, logra dar su primer recital lírico en el todo a cien de su prima: lee tres sonetos que aún conserva de su infancia y una reciente súplica en tercetos encadenados al ayuntamiento, como respuesta a unas requisitoria de embargo de la casa que sus padres, al morir, le dejaban en herencia.

Ante el atribulado auditorio –tres señoras mayores con problemas de oído y un señor de edad también que las viene siguiendo desde que las vio y las piropeó sin éxito, y lo sigue haciendo terco desde que abandonara la terraza de un bar y dejara a medias su tercer chinchón-. La obesa tía de Palmiro, copropietaria con su hija del local, tropieza con la columna de utillaje de plástico para cocina que se amontona hasta el techo al ver a su sobrino declamando versos subido a uno de los enganches para hules y manteles de plástico.

Una vez se calma el estropicio de cacharros Palmiro, desde la alturas, y dando por concluido el recital, proclama hierático: “Gracias a todos por venir, y si vengo gracias que a lo mejor no lo hago”.

“Ni falta que te hacía”, gritó la prima. Vivió con ellas el resto de sus días. Por las mañanas se apostaba con una mesa y una silla de playa en una esquina frente a la tienda, escribiendo pareados amorosos por encargo a diez céntimos.


El licenciado López

sábado, 27 de octubre de 2007

GILBERTO "BINOMIO" SÁNCHEZ

PRIMERA NOTICIA...

Gilberto tuvo la suerte de viajar a Italia al terminar sus estudios universitarios. La suerte o la desgracia. Nació en el seno de una familia de estatus medio de Archena que, no sin ciertas dificultades, consiguió que su criatura, con libros prestados y ayudado por la maestra del pueblo, hiciese bachillerato y luego asistiera a la Facultad de Magisterio.

No se sabe, o no se ha querido referir las circunstancias de su viaje a Italia, pero lo cierto es que del año 1972 tenemos una foto en la plaza Navona, junto a la Academia Española, está flanqueado por un grupo de alumnos italianos con los que ha asistido a una conferencia de Rodari. En honor al pedagogo italiano aparecen todos disfrazados con ropa vieja. Conviene recordar que Rodari creía que uno de los mejores juguetes que había dado a sus hijas era un baúl de ropa.

De esas fechas, además, datan dos artículos, que bajo el nombre de Gilberto Il Spagnoleto, aparecen en Pionere, semanario de inspiración democrática para niños que dirige el propio Gianni Rodari. Desconocemos si es nuestro personaje, pero podemos considerar dicha suposición lo bastante acertada como para traerla aquí.

Su obra pudo ser brillante, pero no lo fue. Se quedó atrapado en uno de esos juegos del maestro italiano y no supo, o no quiso, prosperar.

A Gilberto sus compañeros empezaron a llamarlo Gilberto Binomio a partir de una serie de textos que les pasó manuscritos. La técnica era sencilla: miraba a izquierda y derecha, cogía dos palabras al azar, y escribía textos breves, llenos de gracia e ingenio, aunque no siempre conseguía estar a la altura. Entre la greguería y el absurdo o entre la sentencia barroca y la lucidez extrema.

Hasta aquí todo estaría dentro de la normalidad, si no hubiera sido porque esta - llamémosla- elección estética, se convirtió en una elección vital, psicológica, ontológica, en última instancia. Gilberto Sánchez, Gilberto Binomio Sánchez, pasó los últimos años de su vida en el psiquiátrico de El Palmar.

Con la mirada perdida, de pronto sonreía con una lucidez extraña, después pronunciaba tan sólo, únicamente, dos palabras. Luego tal vez se barruntara asociaciones imposibles que masticaba durante horas en sus adentros.

Don Amancio en el borrador de su antología recoge algunos de estos textos. Sirva de ejemplo el que titula: Perro alcachofa.

“El perro Aparicio tiene corazón de alcachofa, por eso husmea las mondas de limón,
para que no se le ponga negro el corazón como la pena.

El perro Aparicio sueña bajo la canícula con que una noche en su pecho se abra el cielo azul de la flor de la alcachofa.

Mientras, el perro Aparicio espanta las negras moscas con el rabo”.


Por el licenciado Aguilar.

SEGUNDA NOTICIA...

Pero refiere don Amancio que Gilberto Binomio era un ser huraño, tieso, muy apegado a su silla en las tardes de invierno, mirando por la ventana, como un ser triste que hubiera sabido de las mieles del hermoso mundo y no hubiese podido catarlas.

Cuenta que hubo más pena que gloria en su paso por Italia, que en Piazza da Fiori recogía flores secas y tallos desenhebrados, como hilos sueltos de una madeja imposible. Que hacía colección de restos de cigarrillos y de cajas de cerillas que encontraba por los suelos, pisoteadas, ora mojadas, ora resecas.

Cuenta don Amancio que en aquella conferencia de Rodari pudo verse, entre cortinas, a Gilberto Binomio tomando notas, compulsivo, pasando hojas, mirando a diestra y siniestra, embastando la pregunta que habría de hacerle al conferenciante al final del diserto. Cuenta que Gilberto Binomio se agitaba nervioso, mirando los cogotes de los niños y los padres, alzando la cabeza por si atinaba a leer qué cuestiones pensaban lanzarle aquellos. Cuenta que no más alcanzó el fine el bueno de Rodari, se lanzó como una lanza pregunta en ristre: Allora, se la vita non la voglio di più, la letteratura cosa può dire della vita? ¿A qué juego –y esto ya no lo dijo en italiano- puedo jugar? Rodari miró inquieto hacia aquella sombra y contestó, más temeroso que seguro: Sará lei chi lo dicha nella mia publicazione, in due parole, settimana settimana. Dicho y hecho. Los dos artículos, de apremiante brevedad, a que ha hecho referencia el licenciado Aguilar rezan como siguen:

- Sgomento e fasciatura (temblor y vendaje)

- Cerino e scappata (cerilla y huída)


Apreciamos aquí una diferencia sustancial con lo que luego sería la técnica a la que aludía Aguilar, más apegada a la tierra y sus atributos circundantes. En la etapa italiana, un temor abstracto irradia los textos, carentes de ironía o humor, lejos, muy lejos, del gracejo de la greguería o de la impronta grácil de la ocurrencia. Podríamos decir que Gilberto buscó binomios perfectos, telúricos, sin falla. Podríamos decir que buscó asideros ciertos, puertos protegidos, pues sólo ante enemigos corporizados era posible la sonrisa, el desparpajo, el afán de seguir viviendo.

Cuenta don Amancio que siempre tuvo simpatía por el bueno de Gilberto. Que a veces acudía a visitarlo al Román Alberca, provisto de un variado repertorio de productos y enseres varios con los que azuzar la mente binomial de Gilberto: mochos de escoba, grapas, mariposas disecadas, pañuelos moqueros bordados con las iniciales G.B., de mano de doña Amalia, lapiceros, corchos de Möet Chandon, etiquetas de Chianti y otros abalorios.

Cuenta don Amancio que nunca le llevó ni miedo ni pena ni felicidad ni memoria ni sueños ni cansancios. Que no se los llevó porque con ellos Gilberto acaso hubiera contestado la pregunta que formuló a Rodari, y no hallara más sentido a los binomios, acaso sólo al final, al último, al muero y adiós. Y eso don Amancio no se lo hubiera perdonado jamás.


Por el licenciado Lorente



TERCERA NOTICIA...

El fruto de mis investigaciones en torno a la vida y la obra de Gilberto Sánchez no se aparta demasiado del ofrecido por los sabios y temperados sarmientos de las de mis compañeros; pero acaso ofrezca algún punto insólito, quizás por no defraudar a la costumbre -que entre nosotros y de algunos siglos a esta parte, de modo general, deviene en ley- de que se espere en mi trabajo una cierta inesperabilidad.

Se han centrado mis pesquisas, fundamentalmente, en un libro aportado en alguna bibliografía por nuestro Amancio Vespertino, Gilberto Sánchez o la ambinomigüedad (sic), debido a la pluma del hijo del conocido poeta surrealista Robert Desnos, el teórico y tenista amateur Roberto Manuel Desnos, actualmente y por otra parte catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Pompillo de Calandria, Albacete.

Mi sorpresa fue mayúscula al tratar de conseguir dicho tomo. Inencontrable en librerías, me desplacé hasta Archena en la suposición de que debía conservarse allí algún ejemplar. Apapucio Bermúdez, periodista archenero, y en la mejor tradición de la novela negra, asisitió a mi desconsuelo en la barra de un bar del pueblo tras cuatro días de búsqueda inútil por mi parte. Afuera tronaba y diluviaba como suele sólo en los menos sólidos argumentos.

-Ese libro no es popular aquí –me dijo-. ¿Cómo reacciona un pueblo como el nuestro, que ama a sus poetas, cuando alguien de fuera cuestiona al vate mayor de la comarca?

Con todas las papeletas perdidas para mi aventura, y además mojadas por la lluvia, me dispuse a cruzar la vía principal camino de la parada del autobús. Sorteando los charcos de una callejuela en sombra, me salió al paso un tipo bajo y encorvado bajo su guardapolvos pasado de moda. Mordía un mondadientes y se autodeclaró ratero. No era un ratero cualquiera. Nunca sabré si, como sospecho, Apapucio Bermúdez movió sus hilos; pero este pequeño diablillo de teatro de títeres se ofreció a entrar en los archivos del pueblo para conseguirme un ejemplar del libro a cambio de un par de golpetazos de ponche Caballero.

El trabajo de Desnos hijo, quizás barriendo para casa, desmonta o parece desmontar en un epílogo confuso la filiación entre Gilberto Sánchez y el famosísimo juego del “binomio fantástico” propuesto por Gianni Rodari en su Gramática de la Fantasía, en el momento en que cita la práctica surrealista de poner en relación ideas o términos absolutamente dispares. No contento con ponerlo más cerca del paragüas y la máquina de coser reunidos sobre la mesa de operaciones de la vanguardia histórica, establece una relación directa entre nuestro autor y su padre, ya no en razón de influencias rastreables en su obra sino en la curiosa costumbre de Gilberto, sospechosamente parecida a la puesta en práctica por Desnos padre en los cafés parisinos de los años 20 para pasmo de la clientela y deliquio del resto de la caterva surrealista, de entrar en una suerte de autoinducido estado de hipnosis o “trance”.

Coincide Desnos hijo en dos datos que aportan mis compañeros: situar a nuestro autor en Italia y calificar su ánimo de huraño. Pero aún más, Desnos hijo afirma que dicho carácter, que le granjea una vida social nula, le hace parapetarse, en triple pataleta idiomática, en la rama patafísica de la literatura francesa.

Y aún más -¿triple pataleta social tras pretender refugiarse en un numen poético que le fue también adverso?-: salpica sus apariciones públicas de raptos hipnóticos o de trance, en los que, para pasmo de los que coinciden en sus pequeños paseos por su barrio –pues en dichos paseos, básicamente, consisten sus “apariciones públicas”-, declama delirantes discursos.

Aquí entran las tesis de Desnos hijo. El tono admirativo de su trabajo, a pesar de que en él abundan los pasajes no poco confusos, ahuyentan el fantasma del plagio. Pero Desnos es categórico en una de sus páginas, acaso la razón de la mala fortuna de sus tesis en Archena, cuando reproduce uno de los mencionados raptos de Gilberto Sánchez.


El bebé gigante que anuncia las pinturas Cadum esperaba a sus visitantes en la isla de Cygnes, bajo el puente de Passy. Se comportaron como gente de mundo y la torre Eiffel presidió el conciliábulo. El agua fluía.

Los peces salieron del río, ya que estaban abocados desde hacía tiempos y tempestades al culto de las cosas divinas y al simbolismo celeste. Por las mismas razones, las palmeras del Jardin d´Acclimation desertaron de las avenidas recorridas por el elefante pacífico del sueño infantil. Pasó algo parecido con las que, aprisionadas en maceteros de barro, adornan el salón de señoritas mayores y el peristilo de las casas públicas. El aire se llenó del ruido de las ventanas al cerrarse y de sus fallebas plañideras. Bebé Cadum nació sin la ayuda de sus padres, espontáneamente.

En el horizonte, un gigante brumoso se estiraba y bostezaba. El muñeco de Michelín se disponía a una lucha terrible cuyo historiógrafo será el autor de estas líneas.

A los veintiún años de edad, Bebé Cadum alcanzó el tamaño necesario para luchar con Muñeco Michelín. Todo comenzó una mañana de junio. Un agente de policía que se paseaba tontamente por la Avenida de Les Champs Elysées escuchó de repente grandes clamores en el cielo. Éste se oscureció y, acompañada de viento, rayos y truenos, una lluvia jabonosa se abatió sobre la ciudad. En un instante el paisaje se hizo mágico. Los tejados, recubiertos de una ligera espuma que el viento arrastraba en copos, se irisaron bajo los rayos del sol reaparecido. Surgió una multitud de arco iris, ligeros, pálidos y similares a la aureola de las jóvenes tísicas, en la época en que formaban parte del imaginario poético. Los transeúntes paseaban por una nieve perfumada que les llegaba a las rodillas. Algunos empezaron combates de pompas de jabón que el viento arrastraba con infinidad de ventanas reflejadas en sus paredes translúcidas.

Después una encantadora locura invadió la ciudad. Los habitantes se desnudaron y corrieron por las calles rodando sobre la jabonosa alfombra. El Sena arrastraba capas grumosas que se quedaban paradas en los machones de los puentes y se disolvían en los firmamentos.

Tras este ejemplo de rapto poético en prosa -acaso plagiado si no se trata de un caso de posesión lírica y que daría otra dimensión a ese diálogo a través del tiempo que se da entre poetas según quería Eliot-, algunos, tal mis compañeros de tertulia, apuntan al regreso a España y unos últimos años en el psiquiátrico de El Palmar como colofón para la biografía de nuestro protagonista de hoy; otras fuentes, en hipótesis que puede coexistir con la anterior, hablan de una carrera final como prolijo y frustrado novelista infantil, aunque logró ser fugaz best-seller en dicho campo durante un curso escolar en tres pequeños pueblos de Minnesota, donde tres primos lejanos de Gilberto, de profesión maestros, después de traducir y autopublicar un título que a día de hoy desconocemos, lo propusieron con azarosa y fugaz fortuna como lectura obligatoria en sus tres respectivos colegios.

PS: Si acaso nuestro autor, como confusa y ambiguamente se sugiere en Gilberto Sánchez y la ambinomigüedad, hubiese llegado a plagiar a Robert Desnos en el “rapto” citado, de seguro se habría ayudado de la traducción de ©Lydia Vázquez Jiménez y Juan Manuel Ibeas Altamira (¡La libertad o el amor!, ©Editorial Cabaret Voltaire SL, 2007; edición original de ©Editions Gallimard, 1962)

Por el licenciado López




miércoles, 10 de octubre de 2007

MALDITOS I: LUIS SEOANE


En esta segunda entrega de la semblanza de don Amancio Vespertino y de sus antologados, este licenciado quiere hacer mención y desarrollo de una segunda antología, la de aquellos que tuvieron la desgracia de ser proscritos incluso de don Amancio, aquellos que por hache o por be en unas ocasiones, o por desprecio o inquina en otras, don Amancio ocultó al conocimiento general. E incluso al privado, pues ni doña Amalia tuvo noticias de esta ralea de escritores malditos, expulsados por su marido de la cata de las mieles de la gloria literaria y de las múltiples ventajas que la aparición en un florilegio como el de nuestro valedor hubiera podido reportarles. Como quiera que don Amancio no quebraba papel ni repudiaba archivos, he podido descubrir en el doble fondo de una de sus librerías, y en ausencia de doña Amalia, por supuesto, una relación de malautores, según reza en el lomo del primer archivador, y algunas muestras de sus obras.

Comenzaré por presentarles esta tarde a Luís Seoane, pintor de brocha gorda en Sangonera la Seca, y escribidor a ratos perdidos, con quien don Amancio las tuvo maduras más allá de la escritura. Serán esos malos cruces entre lo literario y lo personal, finalmente, los causantes de este ocultamiento malevo de la mayoría de los autores que no se reseñan en la primera antología.

El caso es que Luís Seoane, autor de unos panegíricos del Teniente Flomesta, y primer novio de doña Amalia, a la que dedicó un libreto titulado 26 poemas de amor truncado, no dejó de cortejar y pretender, de hacer y deshacer el amor a doña Amalia, incluso certificado ya el compromiso de esta con don Amancio. Y esto don Amancio, más allá de las justas literarias, no lo perdonó jamás. Tanto así, que durante los primeros meses de matrimonio no se abandonó a la coyunda marital y la consumación del sacramento, por temor de cargar con un vástago con más cara de Seoane que de Vespertino, al que el rostro reclamara a llanto en grito llamarlo Luís. De resultas: olvídese don Luís, se dijo don Amancio, del triunfo y la gloria, pero olvídese más de mi Amalia y que mi Amalia más lo olvide.

No era mal escritor Luís Seoane, mejor en la amatoria, a pesar de cierta tendencia al ripio y a unos finales un tanto abruptos, cuando no fuera de tono, que en la encomiástica, según la poca obra que por obra de don Amancio nos resta. De la amatoria les doy muestra, para que valoren ustedes el resquemor de don Amancio y los sentires de don Luís, cual si de la de Zorrilla se tratara. Y amaba así don Luís:


No así, Amalia, mi amor,

no así el azar lo dispuso

que fuera nuestro amor

amor al uso, mas amor

con sinsabores.

No más, Amalia, amor,

no más caído fui nunca

que en esta penumbra brusca

de encontrarme sin tu amor

y sin pasiones.

Fue en tu vientre el sabor,

fue en tus nieves mi vida,

fue en este amor a escondidas,

fue en tus besos fugaces,

fue en tus labios mi herida.

Y mañana ya no sé

si amarás Amalia la vida

si desearás Amalia los gritos

si buscarás Amalia el amor

que en tu piel de mí prendía

Porque ahora que te vas,

ahora que ya lo has dicho,

yo sé que no tendrás

tanto amor como conmigo,

tanto placer con ese bicho.

He dicho.



Por el Licenciado Lorente