jueves, 29 de noviembre de 2007

CANDELA-BEATRIZ

CANDELA, BAJO LAS NIEVES DEL MONTE FUJI

Candela nunca estuvo en Japón. El único contacto que tuvo con la cultura oriental era la estampación de motivos nipones -una rama de cerezo en flor, el monte Fuji coronado por las nieves- que adornaban el papel de leja de la casa en la que servía.

En vida nunca se le conoció vocación literaria. No escribió en presencia de don Amancio, si exceptuamos una vez que tuvo que garabatear, con cierta dificultad, la dirección de unos familiares lejanos a los que deseaba mandarles recado de que don Ramón padre había fallecido en la víspera y que de ahí en ocho años comenzaba uno de los lutos más rigurosos que se recuerda en el pueblo de Valladolises. A partir de entonces, no sólo no escribió nada más, si exceptuamos una lista de haberes y deberes que se conversa prendida al travesaño de la techumbre que cubría su habitación junto a las bestias, sino que dejó de hablar y empezó a comunicarse con una especie de gruñid

os, mitigados por el dolor, que don Amancio y su esposa Amalia, entendedores del trance por el que ésta pasaba, entendían como un sí o como un no, según las circunstancias y la conveniencia.

Sin embargo, al revisar los cuadernos de don Amancio, en concreto el penúltimo, que es en realidad no un cuaderno propiamente dicho sino una recolección de hojas sueltas sencillamente encuadernadas con la habilidad de un talabartero, allí aparecen con una caligrafía infantil, redondeada -no obstante- con cierto primor, frases aparentemente sueltas, azarosamente dispuestas en los márgenes de las páginas que ocupan otros escr

itos ennoblecidos de alguna forma por la letra impresa de la corona portátil con la que escribía don Amancio.

Fue precisamente su viuda, doña Amalia, en el escrutinio de los papeles del antólogo que siguió a su muerte, la que leyó por primera vez en voz alta aquellas frases que hilvanadas cobraban un nuevo sentido. “Tonterías de Candelica, dijo, cositas que escribió en los cuadernos la nieta de nuestra asistenta”. Pero al indagar con la discreción que nos caracteriza sobre el paradero de Candelita, nos encontramos con una adolescente enmarañada en el mundo intelectual de la Vale y el Super pop que no supo a lo largo de la conversación que ni remotamente de qué hablábamos.

Fue Candela, la hacendosa, la que en esas hojas sueltas que tiraba don Amancio a la papelera para recogerlas arrepentido al día siguiente y alisarlas con la plancha bajo un paño de lino, fue ella la que escribió unos hermosos versos a medio camino entre el haikú y el repentismo. Así hoy junto a los poemas de otros que el tiempo ha justamente olvidado quedan estas palabras, estas exaltaciones líricas, como unas glosas silenses del siglo XX, que muestran la emotividad de un ser anónimo que nunca quiso ser lo que fue, una voz entre los ecos.

Como muestra, y como final de esta semblanza, he escogido el siguiente texto que ilustra perfectamente la habilidad innata de Candela para la intensidad:

Se desliza la plancha
Sobre los campos de algodón de unas camisas.
Primavera se acerca.

Por el licenciado Aguilar.


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BEATRICE


Este licenciado quiere hacer constar, en primer lugar, que ha roto relaciones con doña Amalia y que, de ahora en adelante, no dispone de otras fuentes que unos pocos legajos manuscritos y el aliento con el que su maltrecha memoria pueda adornarlos. No se trata de dar razón aquí de la discordia qu

e ha surgido entre la mujer de don Amancio y un servidor, tanto más cuanto ella vive y yo no puedo sino estarle agradecido por haberme permitido hurgar entre los papeles de su marido durante todo este período.

Sin entrar en más detalles, diré que ha sido Beatrice la causante de esta situación. Beatrice es la hija de la señorita Luna, para quien Candela lavaba, plisaba faldas, zurcía medias y bordaba enaguas. Beatrice. Beatrice era la niña en la sombra, la devoción de doña Amalia, su protegida. Doña Amalia se quería su mentora literaria y siempre la mantuvo lejos de don Amancio, a quien ocultó todos los escritos de la chiquilla, qu

e apuntaban desde muy pequeña ya muy buenos detalles. Pero Beatrice, llegada la edad adolescente, renegó de doña Amalia y se dejó querer por don Amancio, más que por ver alentados sus primores literarios, con la idea de que don Amancio le presentará al director de Radio Juventud de Cartagena y le abriera las puertas a una carrera radiofónica en aquella emisora.

Para la sensibilidad poética ya estaba Ca

ndela, con quien la niña Beatrice había compartido juegos, y ya de mayor, a sus hermosos diecisiete, ciertas confidencias de mujer a mujer. Ella quería la radio. Así, Beatrice pasaba las horas escuchando las entradillas de los programas culturales, los que más le gustaban; esperaba luego con ansiedad la presentación del personaje de la entrevista del día, disfrutaba el juego de preguntas y contrapreguntas, y lo más, pero lo más, la frase con que el locutor-presentador despedía al entrevistado y luego, con aquella música de fondo, el programa todo, "y hasta la semana que viene".

Luego se matriculó en periodismo y en tre

s filologías, trabajó en la Radio Juventud de sus amores y afinó hasta el extremo la redacción de entradillas, al punto de que algunas de ellas forman parte ya del acerbo fraseológico de la radio. "Hoy les ofreceremos un programa muy especial", "hoy tenemos con nosotros a la flor y nata de la cultura murciana", "Un personaje que no necesita presentación", "pronto darán las diez", "nuestros queridos oyentes", "a continuación las horarias, todas las noticias, y luego volvemos" o "tras la publicidad, tendremos con nosotros a…" son remedios radiofónicos de su creación. No planchó algodones para la primavera, pero cada minuto de radio de que dispuso la hizo feliz. Soltera de por vida, pero feliz.

Y perdóneme, doña Amalia, perdóneme.


El licenciado Lorente



domingo, 25 de noviembre de 2007

HILARIA MARTÍNEZ DE LA OCA


Aparece Hilaria en el centro de la foto junto a su madre y sus hermanos mayores Paquita y Luis, si damos crédito al testimonio de Enrique Humanes, que rondó a la joven a los diez años hasta que su madre se deshizo de él con males artes ya que era sustancialmente pobre.
Hilaria quiso escribir y lo consiguió. Durante diez años la sección de libros regionales de El Corte Inglés estuvo abarrotada con su obra. Tantos títulos en tan poco tiempo que supusieron, al final y, por qué no decirlo, también al inicio, una debacle en sus aspiraciones.


Vecina de Puente Tocinos, casó joven con un hombre de posibles, el constructor Macías Hidalgo, que la mantuvo y veló por los caprichos de la moza, con la única exigencia de que viviera para él. Esta petición, nimia al principio, esta promesa de enamorados cargada de hipérbole y de metáfora, se convirtió en una carga difícil de soportar con el paso del tiempo.

Al principio la joven Hilaria aceptaba de buen grado los dones de su nuevo estatus social y recompensaba a su esposo con la dedicación propia de una esposa. Frecuentaba, no obstante, las tiendas de moda más renombradas, los sastres más puntillosos y las peluquerías más chic de la ciudad. Pero a cambio debía estar en casa a las siete, atender a su esposo, criar a los hijos, atender el teléfono y visitar a sus suegros un día sí un día no, cosas que por otro lado no estaban mal si no hubiera sido porque Hilaria quería ser otra cosa. Hilaria quería escribir. Tales ínfulas de escritora las había guardado en silencio, quizás por culpabilidad, ya que siempre las asoció a su primer amor, Palmiro García, del que ya dimos noticia aquí, al que conoció y amó a la tierna edad de los catorce años.Después de su primera crisis de ansiedad, el esposo conoció la oculta vocación de su compañera y se dispuso a satisfacerla. El primer libro editado por MH editores (es decir, por la editorial que para tal efecto creó el marido, Macías Hidalgo) apenas constaba de cincuenta páginas con poemas arromanzados, que recogían la tradición más popular que Hilaria había aprendido de la gente de la huerta. Todos los poemas estaban dedicados a personas conocidas. Su segundo libro, publicado tan solo cuatro meses después, ya inicia un proyecto más serio, un proyecto que consistía en escribir un libro dedicado desde su inicio a uno de sus seres queridos, así hasta completar la nómina de catorce que contabilizó entre padres, suegros, hermanos, marido e hijos. Y tal empeño puso en la empresa que al cabo de un año y cinco meses había concluido y editado el último de ellos. A partir de ahí continuó con misceláneas, libros de citas, de rezos, de canciones para recitar mientras se hacen las labores, etc. Hasta un total de 92 libros en diez años.

Esta proliferación tuvo sus consecuencias negativas. No consiguió una crítica favorable en un mundo donde la publicación ingente de obra va acompañada del descrédito. La prensa especializada empezó por tildarla primero de una Vázquez-Figueroa, después de una Corín Tellado e incluso finalmente, en varias críticas inéditas ya que la aparición del nuevo libro las hacía carentes de actualidad, de un nuevo Lafuente Estafanía.

Podríamos pensar que con esta producción sería fácil encontrar hoy día algún ejemplar de sus obras. Todo lo contrario. Debido a esta hecatombe crítica, a esta saturación de los anaqueles de las librerías sin respuesta del mundo literario, Hilaria Martínez entró en la segunda crisis de ansiedad que se le conoce en vida. Su marido reúne el dinero que le queda y contrata a una serie de detectives y usureros que se dedican durante varios año a recuperar cada uno de los ejemplares de su esposa. Esta labor exige unos esfuerzos que acaban dejando maltrecha la economía de la familia. Después eliminaron los encartes, las invitaciones a las presentaciones de los libros, las dos o tres reseñas en las páginas de sociedad, hasta que finalmente, Hilaria Martínez dejó de ser escritora, dejó de existir para un mundo que tampoco la quiso. Extrema en todo vivió hasta los setenta años. Murió en silencio, tal y como vivió después de apostatar del mundo de las letras.

Los licenciados Aguilar y Lorente.
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LA OTRA CARA DE HILARIA MARTÍNEZ DE LA OCA


De
tal forma le insiste su padre, allá en su primera juventud de los años sesenta, que si aprende a mecanografiar tendrá un futuro, que ella se formará la idea de que, a más escribir, más futuro. Pronto, incluso, lo hará a mano, como el niño que se lanza a caminar sin andador. Una profesora, algo cursi, le celebra sus “Cien sonetos dedicados a la rosa”, y termina de alentarla en sus propósitos grafómanos. Así concluye pronto “Quinientos tercetos a la margarita” y aun “Mil décimas al jazmín”.

Un hombre algo mayor que ella, nada versado en poesía, se emociona sin embargo, embargado por sus versos: quizás porque es exportador de flores. Se casan y la lírica emoción pronto deviene para él aburrimiento, quizás cuando ella empieza a emitir interjecciones rimadas en los momentos íntimos.

Cuando, en su primer recital público, declama:

¡Que gira, que gira
la flor que no te mira!
¿Cómo huele?
¡Como suele!

se registran entre el público tres paros cardíacos, cinco ataques epilépticos y ocho gastroenteritis súbitas; pero ella continúa impertérrita:


Porque el gladiolo es rojo
y el jazmín es blanco,
yo ya no me enojo,
que enojos no quiero,
si te haces conmigo el manco,
mi buen Jardinero.


Sus últimos biógrafos citan estos últimos versos para aducir problemas en su matrimonio. Por esta época, empero, unos estudiantes bromistas reordenan algunos de sus versos de forma caótica, con el procedimiento del cut-up o recorta y pega, y el resultado lo cuelan como de vanguardia en una revista universitaria. Nuestro antólogo Don Amancio Vespertino pica, después de sortear los clásicos resquemores que su señora doña Amalia suele mostrar cuando aparece una poeta o poetisa a la que antologar –máxime si es notorio que el matrimonio de la poeta hace aguas de la peor forma. Al poema irracional y manipulado acompaña una breve reseña biográfica, esta sí real, y merced a esa mezcla, y a pesar a ciertas reticencias de la inteligentzsia murciana, nuestra autora es aupada a la calidad de legendaria, sobre todo por parte del incipiente movimiento punk de la ciudad, en concreto del sector más leído de los de las cresta y el imperdibles, que la proclama como la mejor vate viva.

He aquí un ejemplo de su poema manipulado hacia la vanguardia.

Si de mi la estrella la espina caracoles hete
Que en los campos el fango al salir troncha y mete

Mientras su vida real se va tornando un progresivo infierno ante las cada vez más notorias y numerosas infidelidades del exportador, ella se concentra de forma obsesiva en la escritura: pronto culmina cien extensos libros de poemas. El marido crea gustoso un sello editorial ex profeso para ellos: la absorbente labor lírica de Hilaria le deja vía libre para sus aventuras extramatrimoniales. Sólo en algunos de estos versos nuestra autora deja aflorar los amargores que no tan en privado le causa su pareja:


Mi corazón es un velcro
desgastado de sufrir
tus idas y venidas,
últimamente, más bien,
las idas… de tus amantes
y tus escasas venidas.

También compone su primer diálogo dramático para niños, de título: “Abejita, ¿por qué gritas? Grito yo, que “m´as picao”. Y es que, ante el cansancio de la grey avant-garde, prueba con auditorios infantiles. En tres colegios públicos sucesivos, los chiquillos acaban llorando tras dos horas seguidas de recitado.


Cansada ella también, pero de la temática floral tan sólo, prueba con la entomología. Pero con la entomología aún, ay, lírica. Sus libros siguen reproduciéndose por centenares: la mala conciencia del marido permite que los estantes de las grandes superficies comerciales se vean inundados por la producción de Hilaria.

Hormiguita, tienen tus pasitos
a mi ojos ahítos.

Y, reflejando su depauperada vida íntima con imágenes infrecuentes en sus versos (y para algunos, incluso, obscenas, tesis de escaso crédito a nuestro juicio cuando estos mismos críticos enjuician también de explicitud sexual versos como los ya citados de “Mi corazón es un velcro”):

Qué prodigio, saltamontes,
son tus ancas con que brincas
y tus muslos, qué feroces
cuando al sol brillan.

¡Salta el monte al relente
pero no tanto el llano
y en el valle detente
aunque sea por un rato!

En este punto, y a a la altura de los años ochenta, Green Peace decide intervenir ante el titánico gasto de papel de nuestra autora con boicots a recitales y en puestos de venta, aunque la temática de sus versos, el mundo vegetal primero y después el de los insectos, divide a la organización. ¿Enemiga o aliada? El debate se extiende y genera una controversia nacional. En algunas pancartas puede leerse:

“No los quemaremos porque queda bastante feo.
Pero, ¿qué hacemos con tanto papeleo”.


Las manifestaciones se suceden junto a montañas ingentes de libros, pues nuestra autora ya había dado a la sazón y a la imprenta más de mil títulos. Una nueva palabra deviene mágica y redentora para el caso: reciclaje. Arquitectos proponen dúplex, casas unifamiliares y urbanizaciones-colmena en la costa para sajones jubilados con libros como sillares. Amén de, interioristas, muebles, y cortinas con papel de versos; con ídem modelos los diseñadores…

Ante la incontestable celebridad del caso el marido, también notorio e incontestable infiel, decide romper con todas sus amantes y construir un monasterio apartado, cerca de Puente Tocinos, para recluirse con su mujer. Él, en penitencia, lee uno a uno los más de mil libros de su esposa y promete aprendérselos de memoria. Morirá pronto de un colapso nervioso. Ella aún vive, considerada por muchos la Santa Teresa de la Nueva Era, o de la Era en que al Fin Imperará lo Cursi como Forma y Medio para Redimir al Mundo. Sigue abierto el debate de qué hacer con sus libros: muchos se reciclan en secreto y se revalorizan acto seguido, creándose todo un mercado negro en derredor. Sus fanáticos, empero, los atesoran como si se tratase de palabra revelada.


¿Cómo estas lágrimas reciclar
y que mi dolor haga generar
tu sonrisa, si no tu carcajada,
mientras mis libros, a horcajadas
siguen de los estantes comerciales,
ignorados por las gentes principales,
que es decir y escucha, pues no miento:
aquellos a quienes la poesía les importa un pimiento?

Este último verso inaugura su tercera y última etapa, denominada por sus más capaces estudiosos como “definitiva”, “verdadera” o “suficiente”, en la que compone sin escribir, tan sólo en su cabeza, y obsesionada por inundar su hortus conclusus de plantaciones de hortalizas. Todas las noches realiza lo que paparazzis apostados en el exterior, vigilantes con sus teleobjetivos, y catedráticos y exégetas, apostados en sus despachos y vigilantes de sus volúmenes de Quintiliano y Dioscórides, denominan “ritual de los rábanos”: Hilaria los tritura con saña mientras invoca una y otra vez, entre versículos incomprensibles y, mucho nos tememos, ya dementes, el nombre de su fenecido marido.


Por el Licenciado López


jueves, 1 de noviembre de 2007

PALMIRO GARCÍA

DEDICATORIAS...

A los doce años, Palmiro tomó la determinación de ser escritor, pero no lo fue. De antes, de unos años antes, se cuenta la anécdota del niño diciendo, a quien lo escuchara, que de mayor quería ser, y en ese instante engolaba la voz, “ingeniero” y “poeta”. Como si de un binomio fantástico de Gilberto Sánchez, se tratase. La verdad es que nunca supo suscitar la atención de los otros. Su obra obviamente tampoco. Ni de pequeño, ni de joven, ni aún de adulto.

Tenía todo lo necesario, orientó su vida –como aconseja Rilke en sus Cartas a un joven poeta- para ser escritor: frecuentaba tertulias, recitales, saraos literarios, a veces en busca de una cena frugal pero gratis, otras con la intención de conocer a algún editor, o a algún escritor de quien copiar ademanes, tics o expresiones que sin duda revelarían la verdadera naturaleza del artista. De esa época de efervescencia “literaria” –entrecomillamos- viene su impostura de afirmar que sufría un trastorno bipolar, que sólo él -el trastorno- en sí mismo, justificaba con creces sus grandes dotes para la mentira artística y mágica de la creación sin ambages.
Antonio Machado, poeta al que
admiró profundamente Palmiro.

Que lo único que conservó don Amancio de Palmiro García fuesen unas cuatro libretas moneskine negras llenas de garabatos, se explica desde esa obsesión por el mundo circundante de los escritores. Cuatro libretas donde no hay ni un solo texto literario, pero llenas, a veces con ternura, otras con una maldad propia sólo de los tontos, de infinidad de dedicatorias. Quien lo conoció sabe que intentó escribir, pero que sólo llegó a esbozar estas líneas.
Don Amancio en su bondad de crítico piadoso quiso creer y creyó en estas palabras con una fe literaria, hasta el punto de que preparó para su antología algunos de los textos que Palmiro escribe pensando en los futuros destinatarios de sus libros, como el que prepara para su amigo Diego Morales, profesor de francés, al que le espeta: “Querido y buen amigo, que estas líneas no se adelgacen en el futuro, que por el contrario sigan como tú”. Parece ser que el señor Morales, algo tendente al sobrepeso, pero de figura esbelta y saludable, le retiró el saludo cuando se le refirió estas alusiones, de alguna manera insidiosas, hacia su persona. O esas líneas que prepara para lo que podría haber sido su primer libro de poemas (de haberlo escrito) y que tienen como destinataria a su querida esposa en el día de su cumpleaños: “Estas palabras nacen de ti, pero obviamente te sobrepasarán. Piensa en Ronsard, tú mi Elena, algo ya encorvada leyendo mis poemas”. No creemos ni que la rima interna sea fortuita ni que a su señora le hiciese gracia la alusión al poeta de la Pléyade, aunque sí sabemos que terminó solo tal vez como resultado de su extraña dedicación.

Así continúan sus cuadernos. Frases como “Que encontréis en estas páginas la belleza que no conocéis”, “Amigos mío, afortunados” o “Ejemplos y faro de mis letras” que prepara para un grupo de conocidos como futura dedicatoria del libro futurible de semblanzas Chulas y proxenetas.

Cosas así, que pudieron disculparle y que le disculparon, efectivamente, con el silencio justo que pone a cada uno en su sitio.



El licenciado Aguilar

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ORÍGENES...

PALMIRO GARCÍA nace en el seno de una familia dividida: si su madre es forofa furibunda del Betis, su padre, no menos furibundo, lo es del Barça. Si asisten con el pequeño a algún partido en la ciudad condal, mientras el padre jalea y grita ella hace ganchillo impasible y responde a los goles azulgranas con gesto de desprecio mientras sigue su labor. En la capital hispalense, mientras ella se desgañita, el ganchillo, el desprecio y etcétera lo hace el marido. Aunque la practiquen de espaldas el uno al otro, es su única labor común: se conocieron en un curso de la Universidad Popular de su pueblo. Un curso de ganchillo.

Una tarde, intentando alcanzar una caja de galletas y encaramándose con dificultad a un armario de la cocina, a Palmiro se le viene encima un enorme canastillo situado en precario equilibrio en la parte más alta; el chico es sepultado bajo toneladas de tapetes, cortinillas de encaje y una larguísima variedad de ropa interior, toda de ganchillo y toda similarmente incómoda por lo que pica en contacto con la delicada piel a la que está destinada cubrir: una de las prendas que de forma más frecuente se preparan y regalan los cónyuges el uno a el otro.

En estado de shock, nuestro poeta atraviesa un macabro sueño avanzando por un túnel constituido por un enorme tejido de hilos blancos, telaraña inmensa, siniestra por la densidad que alcanzan en ella los pespuntes del ganchillo, clastrofóbica por su escaso diámetro. Pronto ve una luz que le guía a un previsible final, y la luz consiste en una visión que le perturba: en un tranquilo huerto y bajo profusión de palmeras ve a sus padres muy jóvenes; se abrazan dejando olvidados a sus pies, cerca de sus cuerpos yacentes, en la hierba y a la sombra de las palmas, bolillos, largas agujas, carretes de hilo y otros enseres para hilar. Palmiro aparta los ojos ante el inédito espectáculo y la progresiva torridez de la escena: comprende que ha regresado al pasado y presencia el momento previo a su concepción.

Los sopapos de la madre y el vinagre del padre lo traen de vuelta a la cocina. Pero él ha traído a la luz de lo normal y el día una visión trascendente: ha viajado al más allá para traer consigo, así lo considera, la clave para salvar el amor entre sus padres. Esa noche confirma la teoría de su misión al levantarse de la cama para ir al baño: desde el pasillo ve que pasan por televisor una película de ciencia-ficción con fama de abstracta e incomprensible. Sus padres se hallan uno a cada lado de la sala, como acostumbran: lo más lejos posible el uno del otro. Ella en su mecedora pegada al hueco de la escalera descendente, al fondo oeste del salón: un meneo con algo más de arco en el trasto móvil heredado de alguna abuela la precipitaría escalones abajo hasta el sótano. El padre, encaramado a la ventana que da al oriente y con medio cuerpo fuera, exhala hacia la calle el humo de uno de esos cigarrillos que ella detesta.

Entonces ve Palmiro una de las escenas finales de la película 2001: un niño fetal orbitando en torno a la nada, el mismo vacío, piensa por ejemplo, que separa a sus padres. Identificado con ese muñeco cabezón fruto de los efectos especiales, entiende que la clave de salvación del vacío es él mismo.

Como fuera de esa escena reveladora el resto del film es incomprensible, decide practicar un género igualmente incomprensible, pero que el confía terapéutico para sus progenitores: la poesía. Escribe trescientos sonetos absurdos e imposibles. El estupor de sus padres, que por otra parte no habían pasado, en sus lecturas, del Pronto (y sólo cuando regalaban pegatinas de V), los lleva con el crío y sus folios a la consulta del psiquiatra. El facultado, a la sazón admirador de la tradición lírica neoclásica, ante el despropósito lírico sugiere internamiento.

En su confinamiento, Palmiro contempla un día un partido de fútbol que acaba antes de la primera parte con el personal del centro y los enfermos envueltos en una descomunal trifulca. Entiende el suceso como segunda revelación: entretejiendo metáforas e hilando versos salvará aquello que su propia casa o la pista de deportes del psiquiátrico metaforizan a la perfección: el mundo.

Para aprender las artes poéticas cursa por correspondencia estudios de ingeniería, pues quiere para su proyecto mecanismos de ciencias experimentales y prácticas que actúen sobre el mundo. Los mecanismos en rigor líricos decide aprenderlos en tertulias, recitales y demás saraos de una vida literaria sobre la que he leído en gastados volúmenes decimonónicos conservados en la biblioteca del sanatorio.

Una vez es licenciado en su carrera universitaria y licenciado también, al poco tiempo, en cordura, se encamina al abordaje de cafeterías y todos aquellos lugares donde sospecha pudiera esconderse el numen creativo. Los testimonios en esta época de su vida son confusos, pero parece que una vez, emocionado al encontrar al fin un bar que parece de artistas tras deambular por innumerables garitos de macarreo y modernez o de ambas cosas, decide convertirlo en vivienda propia. Algunas personas que le han cogido cariño intentan que deponga su actitud mientras la policía viene en camino para desalojarlo de la habitación de las bombonas de gas para los grifos de cerveza.

Años más tarde lo encontraremos mal casado y con amigos dudosos, ha engordado veinte kilos y escrito miles de versos que nadie ha escuchado o leído. Convencido por su entorno de que no debe salvar al mundo sino más bien tomarse las cosas, en general, con más humor, parece que se da un giro de timón en su producción: terco en sus propósitos redentores, cifra ahora en el choteo y el chascarrillo su piedra filosofal. Transmutación, sí, pero ¿salvación?

Las muestras de dicho cambio coinciden en mis investigaciones con las aportadas por mis compañeros como maldades; yo debo decir que no son más que torpes balbuceos de su recién estrenado sentido del humor, o lo que Palmiro entendía por éste. Mas dichas muestras decrecen con el tiempo, al igual que la salud de su mujer, que no estaba para chistes malos. En sus últimos días, viudo y ya de vuelta en su pueblo, logra dar su primer recital lírico en el todo a cien de su prima: lee tres sonetos que aún conserva de su infancia y una reciente súplica en tercetos encadenados al ayuntamiento, como respuesta a unas requisitoria de embargo de la casa que sus padres, al morir, le dejaban en herencia.

Ante el atribulado auditorio –tres señoras mayores con problemas de oído y un señor de edad también que las viene siguiendo desde que las vio y las piropeó sin éxito, y lo sigue haciendo terco desde que abandonara la terraza de un bar y dejara a medias su tercer chinchón-. La obesa tía de Palmiro, copropietaria con su hija del local, tropieza con la columna de utillaje de plástico para cocina que se amontona hasta el techo al ver a su sobrino declamando versos subido a uno de los enganches para hules y manteles de plástico.

Una vez se calma el estropicio de cacharros Palmiro, desde la alturas, y dando por concluido el recital, proclama hierático: “Gracias a todos por venir, y si vengo gracias que a lo mejor no lo hago”.

“Ni falta que te hacía”, gritó la prima. Vivió con ellas el resto de sus días. Por las mañanas se apostaba con una mesa y una silla de playa en una esquina frente a la tienda, escribiendo pareados amorosos por encargo a diez céntimos.


El licenciado López