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De pronto escucha que alguien habla a lo lejos, en el fondo de la casa –dice don Amancio en uno de los pocos ejemplos del género memorístico que se encuentran entre sus notas-. Canta tal vez. La voz es conocida porque es la voz de su madre que lee en francés, como otras veces, unos fragmentos de un libro, o tal vez los recita de memoria, de una memoria delicada con olor a ropa limpia tendida en las cuerdas del patio, pero ¿recita o canta? Eso no lo recuerda exactamente, quiere dejar escrito que en realidad su madre habla, pero que su voz es la música que proviene de la armonía de las estrellas.
Amancio, que es un niño, deja en el suelo del salón su nave espacial de hojalata, redonda, de colores llamativos, donde destaca el rojo, un color que evoca la energía y la velocidad galáctica. Don Amancio, el adulto, nos recuerda entonces, cuando escribe esas líneas que parafraseamos, que aún no existen
La luna, dice entonces y antes, mucho antes, en la infancia, en los versos que canta su madre, que evocan a Cyrano y que se enredan entre las líneas de velocidad de su nave espacial, de juguete, tal vez, pero capaz de alzar el vuelo en pleno día hacia una luna que permanece en el lado oscuro de los sueños.
El licenciado Aguilar.
Cuando se acerca presurosa
ya
la edad oscura de la cruel vejez
que arrebata del cuerpo
la paz y los deseos
y presenta su oferta de achaques
y silencios
el triste manto de la clausura
que te impide comenzar
ya
cualquier cosa, o al menos
comenzarla como empezabas –no hace tanto
a estudiar un idioma, el idioma
con el empuje de quien fuera
a cambiar de país
de vida de parentescos
a fundar otra patria
otra familia
o al menos comenzarla
como si fueras a comenzar
tu vida,
como empezaste a tocar el piano –no hace tanto,
torpemente, por tu cuenta,
y hacías del rincón más oscuro
tu escenario
más brillante
Cuando se acerca la edad
de las renuncias
y ves como se encallan en tus amigos
y en ti –no lo dijeras, no lo dijeras
los nombres de las enfermedades
y de sus torpes remedios
(aquellas conversaciones de los mayores,
tan aburridas, cuando eras niño)
y cómo estás ya no es
una forma ritual de los saludos
Cuando resulta que has vivido
solo
como quien fuera a morir solo,
en compañía tan solo
de los que ya eran parte de tu vida
por razón de sangre
o de permanencia calma de la pasión
que fue, de aquel deseo.
Cuando ya ibas resumiendo,
recopilando los insulsos, tan vulgares,
tan comunes, pero al fin tuyos,
avatares
de tu vida,
como quien revisa sus fotos
justo antes del adiós
resulta, digo, que viene él
o ella, o ambos o viceversa, yo qué sé,
y anuncia que vendrá a llanto y gritos
y a papá y mamá y a madre mía.
Y madre mía. Tengo que romper
mi biografía, tengo que curar
mi sin salud,
tengo que parirme también yo,
también yo
recién nacido.
Pero dice mi hijo, el que vendrá,
que esté tranquilo. Que él se ocupa.
Que rompa todo, que olvide todo,
que no tema.
Que él recoserá mis cicatrices,
que él desgarrará mi alma y mi piel
con otras nuevas, más hermosas.
Y yo no sé, cómo decirlo, no me fío.
El licenciado Lorente
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